viernes, 16 de marzo de 2018

El instante en el cual la verdad entra en el alma

Simone Weil

por María del Carmen Rodríguez

I

Escritos de una indócil filósofa

Para dar una idea de la implicación en el mundo, la curiosidad intelectual y la diversidad de intereses de la filósofa y militante solitaria que fue Simone Weil (1909-1943) tal vez baste con evocarla en Marsella (1940-1942), donde, además de participar activamente en la Resistencia, escribe los textos que darán lugar a tres de sus obras póstumas (Intuiciones precristianas, La fuente griega y La gravedad y la gracia), otros como "La ciencia y nosotros", y publica en Cahiers du Sud, con el seudónimo anagramático Emile Novis, "El futuro de la ciencia" y "Reflexiones acerca de la teoría de los quanta" (sobre Iniciación a la física, de Max Planck). Entre tanto, en las cartas dirigidas a su hermano André (1906-1998, integrante del grupo Bourbaki, brillante matemático especialista en geometría algebraica y análisis de los grupos topológicos), le cuenta que encontró un procedimiento distinto del de Arquímedes para llegar a la cuadratura del círculo o un libro sobre las matemáticas babilónicas y egipcias, lo inquiere acerca de la teoría de Planck, discute sobre arte y anota, como al pasar, que está leyendo a San Juan de la Cruz. Estos fragmentos de cartas, así como los textos de Weil sobre las teorías científicas citados -y otros tantos- se reúnen en la compilación, Sobre la ciencia.

El primero de ellos (1929-1930) es su tesis final de estudios: Ciencia y percepción en Descartes. En la primera parte, donde define a Descartes como fundador de la ciencia moderna, Simone recuerda el reemplazo cartesiano de los sentidos por la razón, su física geométrica separada de la naturaleza y de las aplicaciones, su pensamiento purificado de imaginación. Luego desmonta esas certezas: Descartes no desatendió las aplicaciones científicas (también se dedicó a la medicina); su física no es sólo geometría abstracta, ya que cultivó otra geometría para explicar fenómenos de la naturaleza, y finalmente -lo cita- "el estudio de las matemáticas ejercita principalmente la imaginación", que no es entonces desdeñada. En suma: la ciencia cartesiana tiene más materia e imaginación de lo que él cree, y su idealismo es correlativo de su materialismo. Por otra parte, como el análisis muestra la vía "por la cual la cosa ha sido metódicamente inventada" -escribe Descartes-, todo lector que la siga la comprenderá "como si él mismo la hubiese inventado" (hay igualdad en el orden de la inteligencia). Y dado que "no es necesario ponerle límites a la mente" -nueva cita-, todo hombre es libre de acceder a cualquier conocimiento. Descartes, en estas páginas, se asemeja a un paladín de la libertad y la igualdad.

Como su "idealismo" está puesto en duda, Simone decide imitarlo para comentarlo, dudar de todo, sin concederle crédito a ninguna autoridad, para lo cual imagina "un Descartes resucitado". El modo en que asume, en la segunda parte de su trabajo, la primera persona de este "pensador ficticio", cuyo discurso se precipita como un torrente, es tan asombroso como su contenido. Sumergido en el caos del placer y el dolor, es decir en las sensaciones (no en los sentidos), este pensador no descubre la duda, sino su "potencia": "Puedo, luego soy". La única potencia de la que puede estar seguro es su libertad, pero existe una "libertad por conquistar", el conocer, que es "hacer aparecer en un pensamiento el obstáculo", y como "no hay obstáculo sino para el que actúa", lo que importa es el plan de acción para una lucha, cuerpo a cuerpo, con un mundo que es "multitud indefinida": esa lucha es un trabajo. El cuerpo, punto de encuentro entre ese yo y el mundo, es como el bastón de ciego, que "no palpa la materia sensible, sino el obstáculo", pero también puede necesitar "cuerpos humanos menos sensibles", las herramientas (!) apropiadas para el trabajo. El conocimiento se relaciona con el trabajo porque explora el mundo, y es así como "los trabajadores lo saben todo, pero fuera del trabajo no saben que han poseído todo el saber".

La joven Weil espera que "esta aventurada serie de reflexiones" -es su conclusión- sirva "para permitir que se aborden de nuevo los mismos textos más fructíferamente". Léase: más libremente. "Las ideas claras son hijas de la imaginación dócil" -escribe el Descartes resucitado-, pero nada le impidió a Simone Weil, con su imaginación indócil, formular ideas claras en cuanto a la libertad de pensamiento. Tampoco transmitirlas. Nombrada profesora de "El método en las ciencias" en el liceo de señoritas de Le Puy, se encontró con alumnas que veían las ciencias como "conocimientos muertos", cuyo orden era el de los manuales. Les aclaró entonces que no eran conocimientos ordenados en manuales para ignorantes, sino adquiridos por los hombres en el transcurso del tiempo y, después de explicarles el desarrollo de las matemáticas, las inició en historia de las ciencias, para que ejercitaran el espíritu crítico y no creyeran ciegamente en ningún dogma. A esta experiencia, que entusiasmó a sus alumnas, se refiere en una "Carta a un camarada" y en "La enseñanza de las matemáticas" (1932), publicados en esta compilación, que incluye otras cartas de los años treinta.

En cuanto a los textos del período marsellés ("La ciencia y nosotros" y los artículos publicados en Cahiers du Sud, ya mencionados), nos limitamos aquí a la visión de la historia de la ciencia que Weil despliega en los tres. Es notoria su admiración por la "fuente griega": la geometría de Tales, las proporciones de Eudoxo y su teoría del número generalizado le parecen tan bellas como las invenciones de Arquímedes, su descubrimiento del cálculo integral y su noción de equilibrio, que se asimila al ideal de justicia. La ciencia griega estaba en armonía con los ideales de justicia, de belleza, con el bien y la verdad. La ciencia clásica guarda aún cierta relación con la verdad, con el pensamiento humano en general, y sigue vinculando -tema insistente en Weil- la "energía" al "trabajo". Esa relación "se rompe" en el inicio del siglo XX, especialmente con la teoría cuántica de Max Planck, que "introduce" la discontinuidad. Dejando de lado las minuciosas críticas de Weil a la fórmula de Planck, o a la validez de su experimento, lo que la indigna es su desapego de la verdad, ya que según él -lo cita como paradigma de sus contemporáneos- "las ideas científicas" no triunfan porque sus adversarios "terminen convenciéndose de su verdad", sino porque "terminan muriéndose y la generación siguiente ya se ha acostumbrado a ella". Que el "auge" de una teoría científica dependa de "la opinión pública" significa, para Simone Weil, que hemos vuelto a la época de los sofistas.

Tal vez si hubiera vivido más, hubiera podido apreciar la belleza de la fórmula de Planck, y la de tantas otras. Pero difícilmente hubiera podido soportar que más de "un lector culto, un artista, un filósofo, un campesino, un polinesio" no tuvieran acceso a la ciencia, que no todos estuviéramos dotados de una inteligencia indócil como la suya, de tanta capacidad de trabajo, de tanta "energía". Felizmente, su discurso la transmite, y sin duda contagiará al lector que se sumerja en las páginas de este libro, tan bien traducido como editado.


II

Cuando la verdad entra en el alma

En el clima de depresión y turbulencia de las primeras cuatro décadas del siglo XX, Simone Weil (París, 1909 - Ashford, Kent, 1943) cruzó la Europa de su tiempo como una ráfaga de aire puro. Sorteó los avatares del nihilismo, enfrentó no sólo los totalitarismos sino también toda razón de Estado (por algo Charles de Gaulle diría de ella, como Creonte de Antígona, "¡Esa mujer estaba loca!") y fue, según Michel Serres, "la primera filósofa que habló realmente de la violencia en todas sus dimensiones". Con la ingravidez aérea de un cuerpo que se empeñaba en vestir de negro, buscó denodadamente las ideas y las experiencias más puras, desde los ideales platónicos del bien, lo bello y lo justo hasta el amor "impersonal" por la humanidad y el amor místico. Y no los buscó solamente en los libros, sino también en el trabajo compartido con los campesinos, con los obreros, y hasta en el frente de batalla.

Si bien no pasó inadvertida en su tiempo, sus escritos, publicados casi en su totalidad en forma póstuma, sólo pudieron ser apreciados después de su muerte. En 1947 Gustave Thibon, a quien ella le había confiado once cuadernos, publicó extractos ordenados por temas en un volumen titulado La gravedad y la gracia, y Albert Camus, que la consideraba "la pensadora social y política más penetrante y profética desde Marx", publicó en 1949 el último gran ensayo weiliano inconcluso, El arraigo, que abrió la colección "Espoir" ("Esperanza") de Gallimard. Posteriormente se publicaron en tres tomos sus Cahiers ("Cuadernos", que incluyen anotaciones personales, textos publicados en revistas, correspondencia, poemas), sus clases de filosofía (las notas tomadas por sus alumnas) y más de una recopilación de ensayos (entre ellos, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, La fuente griega y A la espera de Dios). La "virgen roja" (así la apodaron en el liceo) tuvo más repercusión como filósofa política que como mística, particularmente en Italia, donde los máximos referentes actuales en la materia la tuvieron por musa: sobre Simone Weil versaba la tesis de filosofía jurídica de Giorgio Agamben, y El origen de la política. Hannah Arendt o Simone Weil fue el título de la tesis de Roberto Esposito, publicada en 1996.

Sólo se tradujeron al español sus recopilaciones de ensayos, en la década de 1960 en Argentina, en la de 1990 en España. Un lector fino como Ezequiel Martínez Estrada, deslumbrado por la formación científica, filosófica, política, metafísica y literaria de esta mujer "admirable", la definió como "una santa además de clarividente, racionalista y libertaria", secuencia de adjetivos que bosqueja las múltiples facetas de una personalidad inapresable. Esas facetas se van precisando a lo largo de la lectura de Simone Weil. Una mujer absoluta, de Gabriella Fiori -ensayista italiana, reconocida especialista en la obra de la singular pensadora francesa-, biografía intelectual sembrada de testimonios y de reflexiones que fue galardonada desde su aparición en Francia (1993) y en 2006 nos llegó en la traducción -lujosa- de Silvio Mattoni. "Este libro no es un estudio, es una inmersión -advierte la autora-. Simone Weil no podría ser un objeto de estudio; está demasiado viva, es demasiado eternamente joven y violenta para ello. No es posible analizarla, ni clasificarla, ni compararla [...]."

La vida de Simone Weil es en sí misma una novela. Nació en París el 3 de febrero de 1909 y era la segunda hija de un matrimonio de origen judío, no practicante. Su padre, Bernard Weil, médico, se declaraba ateo; su madre, Selma Reinherz, educó a sus hijos en un clima de agnosticismo y avidez intelectual. Simone nació un mes antes de término pero gozó de buena salud hasta los seis meses, momento en que su madre se sometió a un régimen a causa de una apendicitis y la siguió amamantando. Desmejoró entonces notablemente. Desde su niñez hasta su muerte rechazó el alimento (hablaba de sus "ascos", sobre todo a la carne), tenía "hambre" de "verdad" (en una carta: "las palabras escritas o pronunciadas se comen en la medida en que son comestibles, es decir, en tanto que contengan verdad") y fue exhaustiva hasta en la justificación de su anorexia: "Dada la situación general y permanente de la humanidad en este mundo, es muy posible que comer hasta hartarse sea siempre una estafa".

Cuando el doctor Weil fue movilizado como médico militar en 1914, su familia lo siguió a todas partes. Sus hijos estudiaron en forma privada y avanzaron rápidamente a pesar de la salud precaria de Simone, cuyas manos pequeñas e hinchadas por la mala circulación la llevaban a escribir lentamente y con una letra casi garabateada, problema que solucionaría más tarde inventando un mecanismo de escritura con trozos de fósforos. Nada la detenía. Tampoco la detendrían, más tarde, las migrañas que comenzaron a acosarla en 1930 y nunca la abandonaron. Ingresó en la escuela pública en 1919, pasó sucesivamente por dos liceos (siendo la más pequeña "exaltaba" a sus compañeros, era tan brillante e imaginativa como revoltosa) y se preparó para el ingreso en la Ecole Normale en el prestigioso liceo Henri IV, donde tuvo como profesor de filosofía a Emile Chartier, apodado "Alain", filósofo y periodista que luchó ardientemente por el pacifismo y contra el fascismo. Con él aprendió a escribir en forma clara y sucinta y el comentario final de Alain sobre su discípula sería: "una excelente alumna; posee una extraña fortaleza de carácter y una amplia cultura. Triunfará brillantemente si no se adentra por alguna senda oscura. En cualquier caso, llamará la atención".

Llamó la atención en la Ecole Normale, donde estudió desde 1928 hasta 1931 y obtuvo el título de profesora con su tesis sobre ciencia y percepción en Descartes. Durante ese período siguió enviándole disertaciones a Alain, colaboró en la revista que él dirigía (Libres propos) y elaboró la noción de trabajo como puente entre el sujeto y el mundo y como medio para restablecer la igualdad entre los hombres, científicos y trabajadores. No concibió estas ideas en el aire sino con los pies bien en la tierra, literalmente en un "trabajo de campo", compartiendo los trabajos y los días con los campesinos de Normandía (1927) y del Jura (1929). También quiso compartir la vida de los pescadores y se embarcó en 1931 en el bote pesquero de Marcel Lecarpantier, a quien ponía en guardia contra el peligro de transformarse en explotador y le enseñaba francés y aritmética cuando había mal tiempo. Más tarde, tras pedir una licencia en su trabajo como profesora en ejercicio, trabajaría en las fábricas. En 1934 fue sucesivamente "cargadora", "embaladora", y finalmente "obrera especializada" en Renault. Paralelamente llevaba un "Diario de fábrica" e inmediatamente después escribió un ensayo notable, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, que no publicó en vida.

Desde 1931 hasta 1934 fue profesora de filosofía (además de las cuestiones filosóficas básicas, enseñaba fundamentos de ética, sociología y ciencia política) en liceos de señoritas, sucesivamente en Le Puy (pequeña ciudad clerical y conservadora), en Auxerre y en Roanne. Su práctica de enseñanza innovadora, que entusiasmaba a las alumnas, puso en su contra a las autoridades académicas (en especial en Le Puy), que no apreciaban tampoco que Simone vistiera mal, que se afiliara al Sindicato Nacional de Maestros de Haute-Loire, que destinara parte de su sueldo a los fondos de huelga de los trabajadores ni que se negara a tener calefacción en su habitación para compartir la suerte de los desocupados. Militante solitaria, también organizó en Saint-Etienne una universidad obrera donde les daba clases a los estudiantes mineros. El pasaje de este hiperactivismo a su búsqueda mística estuvo marcado por tres viajes. Primero fue a Berlín (1932), donde además de la propaganda antisemita y nacionalista abrumadora la impresionaron el abatimiento del movimiento obrero y la pasividad del Partido Comunista, que facilitaban el ascenso nazi. Su reacción no se hizo esperar: escribió varios artículos alertando sobre la situación y finalmente uno muy fuerte, "Perspectivas - ¿Vamos hacia la revolución proletaria?" (1933), que provocó una gran polémica.

Trotsky -que residía bajo vigilancia en Barbizon por entonces- fue uno de los críticos más duros de ese artículo impregnado -escribió- de "prejuicios pequeñoburgueses de lo más reaccionarios". Simone pidió a sus padres que lo albergaran para mantener en la casa familiar una reunión clandestina con él a fines de 1933. La reunión tuvo lugar y ella le reprochó con pelos y señales su conducta política, algo que irritó a Trotsky hasta tal punto que retrucó, ofendido: "Si usted piensa así, ¿por qué nos alberga? ¿Acaso es del Ejército de Salvación?" Simone no había adherido al Partido Comunista, militaba por lo bajo y por el ideal más alto, el de la igualdad y la justicia entre los hombres (que en los partidos se pervertía por el goce del poder), que imponía un "desapego" de esas estructuras partidarias, y el del "amor impersonal", que imponía tanto el "desapego" del yo (saber separar el "yo" de "lo mío", ardua tarea) como el "desapego" del amor por necesidad (sexual, filial). Y a pesar de su pacifismo, otro polo la atrajo: por solidaridad con los anarquistas españoles -segundo viaje iniciático- se enroló en la columna internacional de Buenaventura Durruti en el verano de 1936, experiencia que culminó, por una mala jugada de su miopía, con su pie inmerso en una sartén llena de aceite hirviendo.

Más allá de las secuelas de la quemadura, el "olor a sangre y terror" asociado a la Guerra Civil la marcaron profundamente. Agotada, viajó en 1937 a Italia. Esa estadía, que la llevó a resucitar su vocación poética de la adolescencia, le deparó también una nueva experiencia: algo más fuerte que su voluntad la impulsó a arrodillarse en Asís en la pequeña capilla romana del siglo XIII donde tantas veces había rezado San Francisco. En abril, siguió la liturgia de Semana Santa en la abadía benedictina de Solesnes y quedó fuertemente impresionada: "Tenía intensos dolores de cabeza -escribiría en una carta- y cada sonido me dañaba como si fuera un golpe; un esfuerzo extremo de atención me permitía salir de esta carne miserable, dejarla sufrir sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia me permitió comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desgracia". Con la misma atención comenzó a recitar, cuando la invadía una violenta migraña, un poema de George Herbert ("Love") que le hizo descubrir un joven católico inglés, y "fue en el curso de esas recitaciones -escribe- cuando Cristo descendió y me tomó".



El destinatario de estas cartas era el padre Perrin, sacerdote católico que conoció en Marsella, donde la familia Weil se trasladó cuando el ejército alemán ocupó París. Tuvo con él varias conversaciones, a partir de las cuales concluyó que, pese a considerarse cristiana, no podía ser bautizada en una iglesia que profesaba creencias con las que no podía estar de acuerdo (Simone no olvidaba, tampoco, la historia de la Iglesia y la Inquisición). Así como no adhirió al Partido Comunista, no entró en ninguna Iglesia, pero su inmensa curiosidad intelectual la llevó a indagar en el terreno religioso y, mientras se entregaba a las tareas de solidaridad exigidas por su tiempo (participación en la Resistencia, obtención de visas para los refugiados), se internaba en la historia de los cátaros (que habían considerado a Jesús como un rebelde que se enfrentó a la crueldad del Dios del Antiguo Testamento), leía el Libro de los muertos de los egipcios, estudiaba sánscrito para entender en su lengua original el Bhagavad-Gîta, traducía e interpretaba los fragmentos de Heráclito y de Platón sobre Dios.

Ninguna religión podía satisfacer el hambre de universalidad de Simone Weil, capaz de esbozar una concepción periódica de la Encarnación (la verdad de Dios no podía haber aparecido por primera vez en el mundo con Cristo y, entre las encarnaciones del Verbo anteriores a Jesús, pensaba en Osiris en Egipto y Krishna en la India) y de establecer un paralelismo -en un texto asombroso- entre el sufrimiento de Prometeo -"crucificado sobre una roca", escribe- y el de Cristo. (No sorprende que algunos de sus interlocutores consideraran heréticas sus teorías, sorprende más que Pablo VI la haya incluido entre las tres influencias más importantes de su desarrollo intelectual.) La mayoría de los textos publicados posteriormente con los títulos de Intuiciones precristianas, La fuente griega y La gravedad y la gracia fueron escritos durante su estadía en Marsella (1940-1942), donde también ideó un proyecto para luchar contra el nazismo que defendió hasta el fin de su vida: el de formar una unidad móvil de enfermeras capaz de prestar primeros auxilios en el frente, algo que tendría un efecto moral tanto sobre los enemigos como sobre los aliados: "La mera resistencia de unos pocos efectivos humanos en el verdadero centro de la batalla, el clímax de la inhumanidad, sería un signo de desafío a la inhumanidad que el enemigo ha elegido para sí mismo y que nos obliga también a practicar a nosotros".

A instancias de su hermano André (que ya estaba en Estados Unidos), Simone y sus padres se trasladaron en 1942 a Nueva York, donde ella buscó desesperadamente una autorización para viajar y participar en la Resistencia francesa en Londres. Una vez allí, continuó escribiendo (dejaría inconcluso El arraigo) y luchando por su proyecto de la unidad de enfermeras (que había sido juzgado favorable por el Ministerio de Guerra francés en 1940 pero fue rechazado por De Gaulle). Dormía poco, comía menos, y en abril de 1943 le diagnosticaron, en el hospital Middlesex, un tipo de tuberculosis no demasiado grave, pero ella rechazó todo tratamiento y se empeñaba en comer en pequeñas cantidades, ya que no quería comer más que aquellos que se encontraban en la Francia ocupada. La trasladaron, en estado muy grave -ya no podía ingerir ningún sólido-, al Grosvenor Sanatorium, donde falleció el 24 de agosto de 1943, mientras dormía.

La muerte (¿buscada?) le ahorró la confrontación con el más alto grado de inhumanidad: los campos de concentración, la solución final. Tal vez haya sido para ella -como escribió- "el instante en el cual, por una fracción infinitesimal de tiempo, la verdad pura, desnuda, cierta, eterna, entra en el alma", y esa verdad haya quedado cautiva en la gota de ámbar de su sueño.