sábado, 8 de octubre de 2016

Voz que clama

«Soy la voz del que clama en el desierto»
Juan El Bautista
«De la vida yo ya estoy RE puesto»
Postcrucifixión, L. A. Spinetta


por Javier Galarza

Sobrepasado, marcado y definitivamente ACOSTADO por las profecías, vino al ritual de los pesebres, en Belén, a la luz del cometa, ESE al que llaman JESUCRISTO, el hijo de María, esa adorable fumada que viajaba en el ensueño adolescente, de la fantasía en el vientre hacia la revelación de los ángeles (sin pecado concebida); el hijo de José El Carpintero o tal vez de Dios (no importa mucho la diferencia), ese al que las tempestades obedecen, al que los reyes astrólogos dan la bienvenida siguiendo el trip sónico de la nave madre que detona este Universo, así en la tierra como en el cielo. Amén.

ESE que según los Evangelios Apócrifos, de niño es SOBREPASADO por sus poderes y humilla a sus maestros con su conocimiento y hasta ejercita las artes del rencor y mata y se rebela y más tarde el silencio definitivo de los textos bíblicos (nada se ha dicho de la vida de Jesús durante la adolescencia y primera juventud). Es de suponer que en su peregrinar aprendió los secretos de los magos, quién sabe en qué lugar del mundo, en el viaje iniciático imprescindible en el mito de todo héroe.

El que, una vez iniciada su vida pública, viendo a la muchedumbre en llanto, ordena: «Retiraos, que la niña no está muerta, duerme» y la niña se incorpora, y se levanta Lázaro (y anda) y cura a los ciegos, a los epilépticos, los endemoniados, los leprosos y multiplica panes y peces y camina sobre el agua y dice en el monte: «Bienaventurados los que lloran porque serán consolados».

Un Jesús es como un hermano mayor (es un pan de bueno, mire usted). Ese chico adictivo concebido en el santo espíritu de la duda existencial. Ese muchacho sensible que llega a casa pasado de alcoholes, llorando ante la atónita mirada de los vecinos. Ese que, como cuando la vida imita al arte, no ha hecho otra cosa que emprender un largo trip de regreso a los brazos de su madre (ver en La Piedad de Miguel Ángel los ojos de María traspasados de dolor, sosteniendo el cuerpo mortecino del primogénito). Es ese rebelde furioso que en plena excitación maníaca latiga a los mercaderes (¡Raza de serpiéntes! -grita) y espera a la policía lleno de odio y poder.

La Sagrada Familia: «¿Quién es mi madre y mi padre?» -pregunta ante la visita de María. «Los que me siguen son mi familia» -sentencia y vuelve el rostro para que su madre no note que está llorando. Debe negarla para escapar a un deseo devorador. Debe negar a Magdalena para cancelar la posibilidad de hacerse hombre.

¿Y quién es su padre? Es esa magnitud que no se puede nombrar, el ausente tácito, lo inabarcable. Esa mirada omnipresente a cuyo influjo no se puede escapar ni un segundo, cuyo nombre es demasiado vasto.

Getsemani: Jesús es un ser atemorizado debatiéndose entre la magnitud de su misión y su amor a la vida de los hombres. En los momentos previos a la crucifixión dice a sus apóstoles: «Estoy triste, velen conmigo» y llama a su padre y tiene miedo y pide: «Aparta de mí este cáliz» y en la resignación de su miedo, en la sumisión a las profecías, susurra: «Padre, si es tu voluntad que yo beba de esta copa lo haré».

Una pregunta: Dando oído a las diferentes teorías: ¿cambiaría algo si Jesús sólo hubiera sido un guerrillero nacionalista desafiando el poder de Roma, si hubiera muerto de viejo en la India, si fuera (como muchos afirman) el comandante en Jefe de la Flota Espacial de Nuestro Universo pronto a retornar en una nave o, aún cambiaría algo si no fuera el hijo de ningún dios o no hubiera existido jamás? ¿Cómo es posible que cuestiones tan insignificantes como las anteriormente referidas sean fuente de conflicto? ¿Cómo el vicio narcisista de la discusión puede alejarnos de un mensaje, un discurso, un mito? ¿No han sido las revelaciones prioridad de unos pocos iluminados que bajaban de la montaña con los ojos encendidos? ¿No es acaso el ateísmo un vicio moderno?

Un clamor: Mi pregunta es Señor dónde estabas por todas las veces en que la montaña no se movió.

Todo héroe debe enfrentar a un monstruo o dragón para dar a luz al mito y el nazareno pasa 40 días y 40 noches resistiendo al demonio (su otra cara, la sombra de su amor, él mismo, el ANTI-EL). 40 días y 40 noches resistiendo al diablo en el desierto, en la pesadilla de la alucinación cuando toda realidad es sólo un reflejo interior. ¡Eso sí que es el infierno!

Ser fiel a la voluntad de sus padres le ha costado la vida. Cuando en el momento de la crucifixión las mujeres velen su agonía gritará: «Padre, ¿por qué me has abandonado?».

Acerca del poder de la palabra. ¡No es lo que entra por su boca lo que contamina al hombre sino lo que de su boca sale, porque lo que de la boca sale, del corazón procede! En el principio fue el verbo. Y también en el final.

«No resistáis al mal», enseñó. Esa rebeldía brutal de pedir amor a los enemigos, la dulce violencia del perdón. Es decir la cancelación de la ley del karma, esa cadena del daño repetida al infinito.

El último viaje es el retorno del ultra sepulcro, levantar el templo del cuerpo al tercer día con el sabor agridulce de los milagros incompletos. Ha transitado el certero pico de la muerte, el tránsito fetal de retorno al polvo, el NO SER del Tao, la aniquilación, todo lo uterino y primero. Presa aún de la corrosión del cuerpo se aparecerá a Magdalena y le dirá «No me toques, no estoy puro aún, no he subido a mi Padre».

Su prédica en los márgenes ha terminado. Entonces vendrá el mito, las instituciones, la recreación vulgarizada de la experiencia religiosa en un mundo que tiene rigurosamente prohibidas las revelaciones. De allí en más todos los delirios, todos los hospicios se superpoblarán de Jesucristos.

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