martes, 5 de julio de 2016

Antídotos

por José Miccio

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Paper Soldier (del ruso Alexei German Jr.) y Of Time and the City (del inglés Terence Davies) fueron dos de las películas más celebradas de la 23º edición del festival de Mar del Plata *. Su buena recepción es comprensible: se trata de películas admirables. También de lugares seguros, de belleza cordial.

German Jr. recoge su historia del pasado soviético. Todo ocurre en 1961, en Moscú y sobre todo en un lugar ventoso y marrón de Kazajstán. Hasta recién había ahí un campo de trabajo; ahora sucede el desalojo y los ensayos para que Gagarin viaje más allá de la atmósfera terrestre. Como es habitual en estas historias, las piezas se mueven para que la ficción respire mejor: el famoso cosmonauta pasa a segundo plano y el foco recae en uno de los científicos del proyecto. Daniel Pokrovski es oficial médico. Sus padres, como los de su esposa Nina, han sido perseguidos. Su tarea – piensa, no sin vacilar - es devolver un propósito común a una sociedad que tuvo su revolución y su esfuerzo de guerra y ahora se encuentra desasida de la novela histórica de sus antepasados. Atrás queda, como resto del campo que se desmonta, el cuadro de Stalin que alguien intenta vender. Adelante, siete semanas hasta el lanzamiento del cohete. La realización de esta dramaturgia – lo que llamamos, con la comodidad que da el hábito, puesta en escena – es la carta fuerte del director. Sus planos en exteriores, largos y sinuosos, no tienen fondo, porque en la profundidad hay siempre acontecer; tampoco tienen lados, porque el escenario liso permite la coreografía perpetua de los actores y la cámara. Se trata de un trabajo notable, que logra proezas semejantes también en interiores. Pero sus virtudes, ciertas, son también seguras, derivadas de convenciones que a esta altura resultan tan estrictas como las del cine de género, aunque tal vez más hipócritas. German Jr. no ha copiado, lo que no significa que no haya repetido. El estilo – eso que designamos así – no es ajeno a las tradiciones, y a fin de cuentas nadie puede afirmar, sin inconvenientes: esto soy yo, aunque a veces quiera aprobar ese reclamo diciendo, como en una letanía: esto es mío, esto es mío. Jancsó supo – mejor, posiblemente– que una llanura es un escenario preferible al de cualquier estudio, y la cámara el contrapunto y el refuerzo de unos actores siempre en movimiento. Tarkovski, que no hay manera más feliz de filmar el encuentro de los muertos con sus muertos que devolverles el contexto familiar, porque si hay cielo es cotidiano, como la mesa donde compartimos el tiempo con las personas que amamos. También German Jr. sabe esas cosas, y se abandona a su decisión de demostrarlo. Entonces podemos aplaudir la muerte fuera de campo de Pokrovski, comunicada por la bicicleta que continúa rodando sin conductor hasta caer en el centro del plano, para que todo tenga su orden y logremos así admirarnos de admirar lo que fue hecho para eso. O conmovernos con Nina, que habla como se supone deben hacerlo los personajes que sufren de la vida: bajito, con angustia sibilante, ayudada por el subrayado de una nariz siempre incomodada por el frío. Los mocos de Nina dicen el frío del ser antes que el de la geografía soviética. Son los énfasis de un cine que se pretende ajeno a ellos. 



Algo parecido, aunque en menor medida, sucede con Of Time and the City, el ensayo de Terence Davies sobre su Liverpool natal. Lírica, de edición virtuosa, con archivos de encanto indudable y una voz – la del propio director – que busca las formas del hechizo o la invocación, la película se mueve entre un pasado que se mira con nostalgia pero no sin reproches y un presente que para el inglés parece incluir todo lo que sigue a los años 50. En sus 70 minutos, Davies recuerda las leyes contra los homosexuales, el peso de su educación católica, una nobleza futbolística hoy perdida y las calles de los barrios obreros. Divide, además, su relación con la música en un antes y un después de los Beatles, porque fue entonces cuando lo popular, que amaba, se le hizo ajeno y lo clásico, que ignoraba, propio. Con El mejor de los recuerdos, Davies logró la película que hoy no consigue, tal vez porque la ficción conviene a la memoria más que las memorias mismas. Esta vez su apuesta tiene demasiadas garantías: filma con la certeza propia del que sabe que nada es más fácil de consentir que la añoranza del artista.


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¿Dónde buscar antídotos para esta belleza indudable, satisfecha de sí? No, por cierto, en Tokio Sonata. Kiyoshi Kurosawa supo filmar no hace tanto historias policiales y de horror existencialistas (extraordinarias, dicho sea de paso). Esta vez el drama social se le cae rápido de las manos. Su película es, como mucho, curiosa. Pero de una inestabilidad poco feroz; débil en relación con los valores seguros de Davies y German Jr. Los aciertos se acomodan en la primera media hora, con la descripción del ejecutivo sin empleo y la de sus espejos posibles: el businessman, el homeless y el trabajador no calificado. Después, llega la monotonía. Y finalmente la incoherencia. La virtud algo espuria de esta última parte es sacar a la película de la segunda; sus defectos son los mismos que beneficiaban los minutos finales de la fallida Doppelgänger: acumulación de situaciones y ruptura permanente del registro. Encima, en su última escena Kurosawa decide que es oportuno filmar una redención y convierte lo que olía a responso en algo que hiede a remanso. El chico y su piano le permiten salirse de la Historia que él mismo puso laboriosamente en primer plano y acceder a un lugar donde la sociedad se suspende y el arte no es ideología.



Tampoco Assayas tiene esta vez una respuesta convincente, aunque sí un as en la manga. L’Heure d’été está llena de tics propios del cine francés más burgués y apoltronado. Su drama es el de sus tres generaciones, medido a partir de la intermedia, que es a la que pertenece el director. Hélène, la anciana matriarca, ha dedicado su vida a preservar y difundir el arte de su tío. Con razón sospecha que después de su muerte las cosas (cuadros, muebles) y la casa (una mansión señorial) se separarán de la familia. De sus tres hijos, solo el que vive en Francia parece dispuesto a asumir el compromiso de la memoria. Los otros se muestran desinteresados. A los más jóvenes, los hijos de los hijos de Hélène, nada de esto los involucra. Aun con su reflexión sobre la casa y el museo, de indudable interés, la película no escapa de una cómoda medianía; en buena parte de su metraje, además, cae en la misma existencia blanda de sus burgueses. Chéjov, su modelo más evidente, queda lejos de sus posibilidades. Pero sus referentes pictóricos, los impresionistas, le permiten la luz de su memorable final. Y es que el talento para concluir sus películas es uno de los activos más firmes del director. Assayas suele elegir finales sensuales, de un vitalismo que se impone a una muerte expuesta antes con poca calma. De sus historias de duelo esta no es ni por asomo la mejor, pero sus últimos diez minutos, con esa fiesta que se prepara entre cerveza, marihuana, laptop y música pop, son extraordinarios. 


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Quien sí ofrece una alternativa firme al cine virtuoso y marchito es Agnès Varda. Les Plages d’Agnès, su autorretrato, parece una versión festiva de aquel otro, grave, grave pese al (y a causa del) humor de cenáculo, que su amigo Godard filmó hace unos años. Con ochenta abriles Varda no quiere hablar en latín sino en lengua romance. Su informalidad no es la de quien se filma solo y con gorrito de lana, como vencido e ironista, en un rincón de su biblioteca, sino una más humilde: la de una charlatana enamorada de las playas. Los espejos que ella y sus colaboradores disponen al comienzo en la arena anuncian la manera en que su vida será rememorada: fragmentos que, con suerte, darán a la vez una imagen y sus costuras, como un rompecabezas. Pese a la modernidad, la ideología de las biopics se cuela en algún momento. La secuencia en la que Varda habla de su feminismo y hace que el montaje relacione por causa y efecto las manifestaciones en favor del aborto con los enojos de Sandrine Bonnaire en Sin techo ni ley comparte con las tradicionales biografías algunos supuestos, como el de la ausencia de toda mediación social entre el autor y su obra. Tampoco escapan sus imágenes de la revolución cubana – incluidas también en su previa Cinévardaphoto - de cierto aire turístico, embelesadas por la música caribeña y satisfechas de que la violencia se vuelva pronto baile. No ha sido la política lo que el cine francés moderno ha sabido filmar mejor sino el espacio común de lo cotidiano y lo excepcional. En este sentido, la convicción de que hay cine en cada persona es seguramente la razón por la cual Varda puede filmar documentales como Les glaneurs et la glaneuse o autorretratos como este. Las viejas filmaciones de sus vecinos, por ejemplo, o la entrevista con el coleccionista de trenes que inventa para sí el neologismo ferrópata son muestras de este modo generoso (en parte truffautiano) de entender las cosas. Assayas busca en los jóvenes los momentos de plenitud erótica que su cine requiere. Varda los encuentra en todas partes. Llora a sus muertos y filma la vida y el arte sin distinguirlos del todo. Al final festeja su cumpleaños rodeada de cepillos, porque así le dicen en Francia a los años. Con ellos - y con el vuelo de unos trapecistas en la playa – Varda barre tanta belleza fácil, tanto cine pagado de sí mismo.


4



Necesitamos de los pioneros para ordenarnos. Los deseamos, al punto de tropezar con alguno siempre. Wong Kar-wai podría ser su contracara: sus películas no se pretenden primeras de nada pero amenazan siempre con ser el fin de alguna cosa. No lo logran, a pesar de llevar los géneros a su hervor. Con ánimo de amar, que se quiere la última gran historia del último gran amor, ha hecho más por el melodrama que cualquier película desde que Fassbinder decidió buscar en Sirk lo que no encontraba en su Europa culta y olvidadiza. Ashes of Time Redux –revisión de su película de 1994 – es un momento decisivo en la historia del Wuxia, puede que el más importante desde que Tsui Hark lo llevó al infierno en The Butterfly Murders. A nada le teme Wong. Ni siquiera a su talento para los planos inolvidables. Sus historias de espadachines, de compleja y estricta estructura temporal, prefieren el melo antes que el drama. Lo dice el epígrafe, tal vez con otras palabras: “Está escrito en el canon budista: las banderas quietas, el viento en calma; es el corazón del hombre el que se agita”. Su respuesta al problema de las películas de German Jr. y Davies es distinta de la de Varda; su camino es el exceso y la desvergüenza, los contrapicados del viento, la música que sube y sube hasta hacer de nuestra sonrisa distante una mueca de pez. Alguien lanza un plato hacia arriba y el plano siguiente encuentra la luna llena. En el desierto alguien muere bajo la espada, y las aves levantan vuelo en el lago donde su esposa acaricia un caballo. Así, noventa minutos. Esto que se dice en la película podría hacer referencia a Wong: “Las flores crecen en su estación, los bandidos son menos previsibles”.  


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Los festivales de cine no soportan bien la historia y por eso las fechas que juzgamos antiguas resultan sospechosas. Hubo demasiadas – dicen - en Mar del Plata. 1977 y 1982, por ejemplo: los años de Alambrista! y The Ballad of Gregorio Cortez, los vigorosos e imperfectos largometrajes políticos de Robert Young. El Hollywood de los años 70 tiene una bien merecida fama; la ganaron para él, sobre todo, los jóvenes cinéfilos que hicieron en esa década algunas de sus películas mejores. Pero fuera y en frente de esas luces se filmaban otras historias. En festivales anteriores pudimos ver dos obras maestras muy poco conocidas: Killer of Sheep, de Charles Burnett, y Northern Lights, del colectivo Cine Manifest. Alambrista! es aliada de esta última. Young obtiene su historia de la realidad y de un corrido. Sigue a Roberto, un campesino de Michoacán que acaba de ser padre y decide cruzar a Estados Unidos, y pone su cámara donde se supone debe estar y en dos o tres lugares más, de ahí tal vez la sensación de enfrentar un cine que es al mismo tiempo clásico y moderno. A veces exagera la redundancia y hace que las canciones digan lo que la imagen muestra. Sobre el final exagera un poco el drama. Pero la película fluye como el agua que corre en su primer y formidable plano. Young evita los fáciles caminos de la compasión y la apatía y consigue un complejo equilibrio entre el testimonio de la explotación y el de la solidaridad. En ocasiones, Roberto - que ignora lenguaje y costumbres del sur estadounidense - mira como si hubiera llegado a otro planeta. Al final, cuando vuelve a México, ve desde el móvil que lo deporta y desde la Historia, el camión que lleva los tomates que acaba de juntar. Ya en la frontera, una mujer se apresura a parir del lado de los gringos. 


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Varda, la charlatana, y Wong, el bandido, tienen el cine de su lado: una lo subordina a la vida, el otro lo hace más grande. Young se mueve en terrenos que exigen otras cosas, pero todavía dentro de los límites de lo aceptable sin escándalos. La última respuesta a la belleza elegante y adocenada provino del cine militante, esa bestia negra de la cinefilia liberal. Perjudicada por el prejuicio y las pésimas salas que se le destinaron, la retrospectiva dedicada al mundo del trabajo pasó por Mar del Plata sin gloria. Sus once películas permitieron seguir la historia de las luchas en Italia y la de su representación cinematográfica, del neorrealismo a la experimentación. Algunas llevan firmas muy conocidas, pero decidir su autoría es complejo y en última instancia inútil. Lizzani dirige Nel mezzogiorno qualcosa é cambiata. Pontecorvo, Giovanna. Gregoretti, la notable Apollon, una fabbrica occupata. Volonté, La tenda in piazza. Scola, Trevico-Torino. Viaggio nel Fiat-Nam. Esta última es una de las más interesantes. No es bella. Es desprolija y enfática. Pero esa es su ley. Cuenta la historia de Fortunato, un joven del sur que llega a Milán para trabajar en la Fiat. Como las otras películas de la sección, responde a una agenda de interés partidario, en este caso la del PCI. La autonomía relativa de sus escenas permite tratar los distintos aspectos de la explotación y los mejores modos de combatirla. El trabajo de cámara se concentra en el plano general, de manera que Fortunato esté siempre en relación con espacios y grupos sociales. Como Scola no pudo filmar dentro de la fábrica, muestra el fordismo en la progresiva decadencia física y psicológica del protagonista. El final es una injuria para los espectadores finos. Debido a una pelea con el capataz, Fortunato es enviado a otra sección, lejos de su casa. Para trabajar, estudiar y dormir debe correr. Una secuencia de montaje subraya su rutina. El ritmo se vuelve agotador y el ruido de las máquinas crece. Mientras Fortunato va de un lado a otro, las compactadoras hacen su tarea. Es fácil (es inevitable) advertirlo: los hierros que trituran sustituyen a los obreros sometidos a ellas. En el clímax el ruido suena a disparo. Fortunato cae. De su bolso sale comida. Grita dos veces, harto. Fin. Una posibilidad es reír de esto, como - desde un lugar totalmente opuesto pero también por su carácter excesivo - de la música de Ashes of Time. Otra es ver en la escena una versión igual de sensacionalista pero militante del grito metafísico de Keitel en La mirada de Ulises. Como sea, hay problemas muy específicos que estas películas plantean. Uno de ellos es su pertenencia a la historia del cine. Tal vez convendría reformular la cuestión, porque es posible que su misma existencia ponga en crisis algunas de las categorías con que hacemos esa historia. Nos movemos entre conceptos que, aún confusos, nos aseguran una pertenencia y cierta libertad de acción. La mejor manera de mantenerlos a salvo es ignorar aquello que puede quitarles ese aire de naturalidad que ostentan. Se dice, por ejemplo, que el cine militante solo sirve para que los convencidos se confirmen. Es cierto. Pero lo mismo sucede con películas como Paper Soldier y Of Time and the City, en las que todo es perfecto, mustio y cómodo, ideal para quienes creen que el cine sopla sólo en los paisajes de siempre.

* Esta nota fue originalmente publicada en el número 20 de revista La otra, aparecida en verano de 2009. Esa edición del festival se hizo en noviembre de 2008.

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