miércoles, 9 de marzo de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (quinta parte)

por José Miccio

XVII

[Viene de acá] A comienzos de los años 90 - en tiempos de recapitulación, por lo tanto - Eduardo Berti dice que Soda Stereo, Sumo y Virus encarnaron en los 80 a Almendra, Manal y Los Gatos, respectivamente. Por la misma época, Diego Arnedo explica así la importancia de un lugar que sería menos famoso pero más decisivo que Cemento: “El Einstein fue el lugar de la década que originó todo lo que se hizo en los años que siguieron. Como La Cueva de los setenta”. Se trata de testimonios solidarios, que dicen lo que muchos sienten entonces: años atrás hubo una refundación. Las analogías resultaron un buen recurso para dar cuenta de ella, y desde los años 90, los 80, con frecuencia, se leen mejor por intermediación de los 60. No es este, sin embargo, un recurso privativo de los entusiastas. La misma retórica tienen quienes leen esta historia como caída e interpretan el cambio como decadencia o catástrofe. Allá lejos y hace tiempo – pero: ¿tan lejos es? - está la referencia para saber lo que hemos perdido o valorar lo que hemos ganado. De alguna manera la historia del rock argentino comienza a ser legible ahí, entre 1981 y 1984, cuando se instituye un pasado y por lo tanto una polémica sobre sus figuras señeras, sus temas, valores y continuidades. Es, entre otras, muchas cosas, el tiempo del cuero negro. El de los manifiestos new wave y punk. El del arribo del heavy metal. 


XVIII

V8 se quiere la banda maldita del rock burgués. Solo acepta algunos nombres de lo que a pesar de sí es su historia. Manal, La Pesada, El Reloj y Pappo con sus viejos tríos o con Riff. Quizás también Vox Dei y Pescado Rabioso. Lo que haya sonado duro tiene algo de valor. El resto es basura. Esa genealogía restringida – pero bastante generosa, sin embargo – es solidaria de su aversión por el presente de fiesta y esparcimiento de sus congeneracionales. V8 no era parte de nada. Estaban solos y enojadísimos. ¿Quién podía acompañarlos? Su cuero era de un negro esencial. El de Los Violadores era concheto, el de Virus maricón. Solo el de Riff era legítimo. Y sin embargo era un disfraz. Esos cuatro hombres rudos, que denunciaban la falsedad de todos y afirmaban ser los únicos portadores de la verdad, defendían y se apoyaban en una banda que cultivaba el artificio tan deliberadamente como cualquiera de las llamadas modernas, y cuyo cuero era imitación de cuero: ropa de aspecto duro pero fresquita, para que la transpiración no la hiciera tan pegajosa y Pappo o Vitico pudieran sacar la lengua sin necesidad. 

V8 no se hubiera permitido ese lujo. Su prédica era su práctica: arriba y abajo del escenario se sudaba igual. Pappo y sus compañeros jugaban a ser los chicos malos de la cuadra. Iorio y los suyos se tomaban muy en serio sus caras de pocos amigos y sus cantos apocalípticos. Con V8 en escena las cadenas de Riff eran a la música pesada lo que el overol de Melero o el gel de García eran al pop: cierta clase de glamour. Por eso se las podía abandonar sin perder la cara una vez que el cortocircuito comunicativo con su público se hizo más pesado de lo debido y los recitales fuera de madre, costumbre. Resulta que también los cruzados conceden. V8 nunca renegó de Riff ni de la historia musical de Pappo. En esa línea estaban sus coincidencias más claras: el gusto por los autos, la imagen de la voluntad como motor encendido, alguna referencia satánica, un discurso agresivo y a veces lumpemproletario. 


XIX

En B.A. Rock Patricia Sosa, que comenzaba su carrera con La Torre, dice en su breve testimonio que estaba nerviosa, entre otras cosas “porque el público es machista pero”. Su intervención se corta ahí, cuando se disponía a una proposición nueva. El montaje usurpa ese lugar y la adversativa se llena de V8, como si la película dijera: pero los músicos también. O mejor aún: pero puede que esta banda lo sea aún más. La ropa negra, las caras feroces, la bronca, el heavy metal. Esas imágenes completan las palabras de Patricia Sosa. El parquecito pequeño burgués con que Olivera empieza su documental tiene invitados que no solía recibir. Algo cambiaría en la conformación social de la comunidad rocker y V8 lo predice con énfasis, como reafirmación estética y de clase. 

En un encuentro de presentación de bandas nuevas - La Torre, Los Encargados, Gigoló y V8 – publicado por la revista Humor en febrero de 1983 Iorio reniega de las propuestas optimistas, baja todo a tierra y predica, primero, una bronca de obrero no calificado, y después un imperativo testimonial, privativo según él del heavy metal, que sus letras perseguirán de acá en adelante (pero sobre todo en adelante, con Hermética y Almafuerte), con formas realistas o alucinadas. Dice por un lado: “Nosotros estamos en contra de los tarados que, sin darse cuenta de que los hippones estuvieron quince años tratando de cambiar la vida con paz, y no llegaron a nada, la sociedad los absorbió, les hizo pito catalán. Y acá estamos todavía más atrasados… No sé qué están esperando… Yo llegué a un momento en que dije ‘basta’. Yo no podía estar escuchando a Robin Williamson si tengo a un patrón que me está gritando, que en un día me hacía acomodar cuatro sillas y antes acomodaba tres, y ahora me da cinco más… y encima me siguen exigiendo, y no tengo nada, y estoy sin nada”. Y por el otro: “Creo que lo que nos influye más que nada es el presente. Para gente como nosotros, nuestra música es la música del presente (…) Si querés acordarte de cuando tu abuela te llevaba a la plaza, o de cuando tu mamá te contaba un cuento, podés escuchar a Nito Mestre. O si querés imaginarte que andando por la calle vas a encontrar una doncella azul en un caballo desbocado, escuchá Peperina. Pero si querés vivir la realidad, conectarte con el presente y darte cuenta de que en el colectivo estás mal, que no tenés plata para comprarte unas zapatillas o tomarte una cerveza, tenés que escuchar heavy metal”. 


XX

Este es el ánimo de Iorio a los 20 años. Con él y sus tres compañeros graba en 1983, en pocas horas de estudio y para una compañía sin historia, un disco que a la larga sería tan influyente como Wadu Wadu o Clics modernos. Era el tiempo en que Judas Priest sonaba con su cuero sadomaso y el heavy gozaba de las burlas casi generales del periodismo argentino. Como los primeros discos de Virus y el debut de Los Violadores, Luchando por el metal reniega de una tradición que considera dominante y zombi y pretende desenmascarar falsos profetas. Es un disco declamatorio y gritón, breve y agresivo, con ecos punk en algunas letras y en la voz de Zamarbide, nada virtuosa. La acción que compromete a la banda se dice en el título y tiene su continuidad lógica en el del segundo disco, Un paso más en la batalla. Como es común en los manifiestos todo se organiza en dos pares de opuestos: ayer / hoy y nosotros / ellos. El pasado y los otros se dicen en la palabra hippie y en otras a ella asociadas. Blando y paz, fundamentalmente. Sus antónimos señalan el lugar y el tiempo propios: todo el léxico belicista en lugar de paz, duro o pesado en lugar de blando y metálico en lugar de hippie. 

“Brigadas metálicas” se llama, justamente, la canción que expresa esta antipatía con mayor claridad. En su primera estrofa define a los soldados de la nueva fe y en la segunda los convoca contra los actores del pasado: “Los que están podridos de aguantar / el llanto de los que quieren paz / los que están hartos de ver / las caras que marcan el ayer. // Vengan todos / acá hay un lugar / junto a las brigadas del metal / gente de mente (demente) que no es igual / a la hipponada / de acá”. El resto de la letra fortalece esta demarcación. De un lado se amontonan los signos de la paz, el morral, el llanto y las caretas. Del otro se reúnen el grito, el hartazgo y la música verdadera, cuya urgencia se expresa en una cadena de apelaciones: “Sáquense ya la careta / rompan las ruedas de carreta / y sin demora ni sospecha / consuman todo el heavy metal”. Hay dos episodios de continuidad firme en estas frases. El primero es el de la revelación, que incluye el desenmascaramiento y la destrucción del ídolo viejo. El segundo es el de la reintegración, que exige una fe ciega y cuya experiencia se dice, curiosamente, con un verbo de connotación mercantil. 

Ineludible para entender toda una tradición que se funda entonces, “Brigadas metálicas” es al heavy lo que “Bienvenidos al tren” al ideario rocker de las dos décadas previas. En la canción de García el estribillo - “Pueden venir cuantos quierán / que serán tratados bien” -  afirma el carácter inclusivo del movimiento. Solo es necesario estar en el camino – es decir, en tránsito, fuera de la vida reglada – para asumir un pacto nuevo, un gregarismo de signo distinto: respetuoso, sin jerarquías y por lo tanto sin otra historia social que la futura, cuyo lenguaje está aún por descubrirse. Las condiciones de ingreso al colectivo heavy son más restrictivas. Surgen del fracaso de un proyecto previo y se definen en primer lugar por el desánimo y la negación. Su cohesión depende de su adversario y por ello el momento afirmativo es el de la destrucción, que la canción anuncia dos veces. Primero, al final de la quinta estrofa, con una frase - “hoy tu mente hippie ha de morir” - cuyo sentido hay que buscarlo antes, en el reconocimiento de la miseria real que la utopía rural y pacifista ocultaría: “Basta  ya de signos de paz / basta de cargar con el morral / si estás cansado de llorar / este es el momento de gritar // que estás vacío de liberación / y estás muy lleno de represión / el presente te es infeliz”. Luego, en la sexta estrofa, con un desarrollo de la primera, ya que los soldados reclutados al comienzo están ahora reunidos y se disponen a cumplir con su misión: “Prontas están las hordas del mal / listas para el paso final / son los que están hartos de ver / las caras que marcan el ayer”. 

La desmesurada ampliación que sufre en los años 80 el campo de referencia de la palabra rock es simultánea, entonces, de su estallido en subculturas con códigos cada vez más especializados. En cuatro años el diccionario rockero argentino debe incluir unas cuantas entradas nuevas: new wave, punk, postpunk, ska, reggae, hardcore, tecno, dark, new romantic, heavy. Una década después, cada uno de estos ítems tendrá a su vez subdivisiones, y para leer las revistas especializadas hará falta un curso o un glosario como los gauchescos. El rock es Babel, y la torre empieza a caer temprano. En 1983 no había ya lugar para todos porque ya no había movimiento, a pesar de que la palabra se usara todavía un tiempo más. No es extraño que en los 90 alguien afirme que Luchando por el metal es al heavy lo que La balsa al rock. Las categorías se habían vuelto, efectivamente, más intensas. 


XXI

Como se ve, un modo de agrupación pre-social y de connotaciones fieras sustituye la comunidad horizontal y poshistórica hippie. Estas hordas de V8 son el prólogo de agrupaciones futuras, propias del rock de las décadas siguientes y también ellas con nombres que remiten a relaciones pre-sociales. La banda, la tribu: palabras que se dicen unos años después en canciones de los Redonditos de Ricota. Estas metáforas son, probablemente, lo único que tienen en común Iorio y Solari. Por algo Hermética eligió para Intérpretes, su disco de covers de 1990, “Vencedores vencidos”, la gran canción de Un baión para el ojo idiota que concluye con alguien que corre hacia las palabras de “la banda-la tribu de mi-de tu calle”. 


XXII

Como horda, V8 canta desde un lugar donde todo es confuso y primitivo: “el barro de la maldad” de “Tiempos metálicos”. En un campo de experiencia tan restringido como el de Luchando por el metal es lógico que sus elementos cambien de función en canciones distintas. El mal, por ejemplo, destruye y procrea, y es visto entonces como amenaza y aliado. Le da fuerza al conjunto en “Brigadas metálicas” pero es un obstáculo en “Si puedes vencer al temor”. A su vez, las diatribas antihippies tienen objetivos oscilantes - la conversión al nuevo credo o el aniquilamiento - y su lectura al menos dos interpretaciones: se trata de un culto protofascista de la violencia o - más lógicamente – de una manera brutal de decir que el sueño terminó y es hora de enfrentar nuevamente las pesadillas cotidianas. 



XXIII

La violencia de V8 recorría su música, su imagen pública y sus letras, que abundaban en palabras de guerra y en imágenes del infierno, pero proyectaba una legitimidad fuera de la estética. Esa legitimidad era social o teológica. Venía desde el sujeto postergado o desde la furia divina y caía sobre las consignas pacifistas como rabia de marginado o rayo luminoso. Dos canciones de Luchando por el metal ilustran esta doble vía.

Como sus enemigos hippies V8 leía la Biblia. Pero sus versículos no eran los eróticos, aquellos que reafirman la vida en el gozo de la promesa, el vino y la miel - y que Miguel Cantilo y Roque Narvaja habían asociado con la tierra patagónica y la mujer - sino los de Juan de Patmos. “Destrucción” ocupa un lugar adecuado: es la primera canción del primer disco de V8. Es también su himno negro. Comienza con afirmaciones propias del punk (“Ya no creo en nada / ya no creo en mí”), expone una situación insostenible (de hipocresía, estupidez, tozudez) y propone una solución drástica (el juicio final). Es un Apocalipsis menos rico que el de Claudio Gabis en “Esto se acaba aquí”, quizás su único precursor, pero definitivamente más agresivo. Los agentes del dolor son los mismos que sus enemigos denunciaban, pero el fin de su imperio no tiene que ver con la paz ni con la nueva vida artesanal y pastoril sino con la catástrofe liberadora que terminará también con los falsos profetas, designados en la canción con la palabra “blando”.   

Si “Destrucción” resume el ámbito teológico de la violencia, “Muy cansado estoy” hace foco en su dimensión social. Así comienza: “Lunes y nuevamente / en el trabajo estoy / sólo recuerdo momentos de ayer / vivo el bajón de hoy”. Y esta es su tercera estrofa: “Recorriendo las calles / sólo hallé corrupción / gente apurada que quiere ganar / sembrando solo dolor”. El motivo del lunes es conocido por el rock argentino. También el del trabajo y sus disciplinas y el del apuro bobo o interesado. Se dijeron siempre, sin embargo, desde fuera, esto es, desde la ficción enunciativa que el rock prefirió siempre - el bohemio, el loco, el poeta - y que reúne canciones como “Lunes otra vez”, “Muchacho del taller y la oficina”, “Compulsión”, “Informe de un día”, “Salgan al sol” Esta vez hay una voz proletaria, inusual en el rock argentino. “Trabajando en el ferrocarril”, del tercer disco de Pappo’s Blues, es su antecedente más asequible. Sin embargo, el obrero de Pappo es un obrero singular, que piensa: “Todas las mañanas / voy a trabajar / voy con muchas ganas / y con felicidad”. El de V8 es su antítesis. Tiene la estabilidad de un polvorín y el agobio del desesperado. Pero como el rock se resiste a poner al trabajador en el centro de su discurso, con el correr de la canción su figura cambia. En la última estrofa nace el callejero, un personaje nuevo, un marginal lumpemproletario: “Yo ya soy parte de las calles / entre nubes de alcohol / muerte y dolor / sexo y ardor / la corrupción / fuerza de hoy”. Quien expone su malestar en la canción comienza en el trabajo y termina identificado con la calle, como si su presencia en el ámbito laboral fuera parte de un rito de pasaje, necesario para distinguir con claridad su errancia de la del bohemio, cuya marginalidad es de otro orden. El callejero conjuga el verbo vagabundear, no naufragar, y los espacios que recorre no son los del centro, donde están los cafés y los cines, sino los del barrio periférico, donde se juega una identidad no cosmopolita. Iorio seguirá delineando este rol, llenándolo de atributos varoniles. Y como todas las bandas de heavy le deben algo a V8 no es extraño encontrar sus ecos a fines de la década, por ejemplo en “Vagabundear” de Alakrán y en “Chico callejero” del primer disco de Rata Blanca, antes de que la banda de Giardino se mudara definitivamente al mundo de castillos y criaturas fabulosas. En 1996 esta figura estaría tan extendida, tan preparada, tan bien definida, que La Renga podrá cantar su metafísica en “La balada del diablo y la muerte”. La esquina, dice la canción, es también el universo. 


XXIV

El auto en lugar de la carreta es una sustitución específica de V8. Pero depende de otra más amplia. En los años 80 al menos una cosa es notable: la ciudad es todavía el referente que asigna sentido a todos los espacios pero las utopías rurales se terminan y como consecuencia lógica la representación de los interiores se hace más compleja.  Algunas canciones muy exitosas de Celeste Carballo son las excepciones posibles. “Es la vida que me alcanza” y “Querido Coronel Pringles”, de su primer disco, Me vuelvo cada día más loca, pueden ser vistas como el epílogo del folk. Son además canciones complementarias. La primera expone una situación clásica: la del que debe a la ciudad el triunfo de su arte y por lo tanto un presente venturoso pero sufre el recuerdo de aquello que ha debido abandonar para conseguirlos. Sin campo, la única protección es la casa, que se obtiene gracias a las canciones que se venden en la ciudad pero existen gracias a ese pasado rural donde residen la infancia y la inocencia. Ese tiempo puede rememorarse pero su secreto es irrecuperable. Lo ha guardado el animal de la última y realmente afortunada estrofa: “Sufro como loca si me acuerdo del campo / cuando iba a la escuela con mi amigo a caballo / yo tenía un petiso que era viejo y mañero / a veces le cantaba cosas que hoy no me acuerdo”. 

En “Querido Coronel Pringles” Carballo narra el deseo del retorno. La canción comienza en la mañana, igual que “Es la vida que me alcanza”. Pero esta vez no hay mate, plantas que regar y una terraza sino la ruta que lleva de nuevo al origen. La peregrina carga lo que la ciudad quita o compra - la vida y la música - y recibe en la cara y en el alma el viento frío que la purifica y sella el pasaje de un mundo a otro. De un lado queda la ciudad y del otro esperan el campo y la canción que una vez hallada cerrará toda herida o contradicción. Como es costumbre, el espacio rural es arcádico. Carballo canta el amor de la tierra y hace un inventario de sus imágenes, olores y (sobre todo) sonidos. Como los chimangos, los teros y las ranas, también la lluvia, la sequía y el viento son música de la naturaleza, de manera que a pesar de ser incorporados en su catálogo de cosas campestres los riesgos del trabajo rural se integran en una totalidad armónica. Esa armonía de alcances cósmicos es el campo, es la música en general y es también la canción que en “Es la vida que me alcanza” había sido guardada en los oídos del caballo.

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