miércoles, 17 de febrero de 2016

Notas sobre rock argentino en democracia (primera parte)


por José Miccio

Advertencia 2016

Hace ya varios años comencé a publicar en la versión en papel de La otra una serie de notas sobre el rock argentino de los años 80. Tenía tantas pretensiones que en cierto momento me dije que eran mis Grundrisse, y que ya llegaría El Capital. Por suerte el tiempo y la escritura me fueron convenciendo de que mi proyecto era inviable (y yo un pobre pelotudo), y que si tenía algo que decir sobre una música que amaba debía hacerlo en el modo más abierto del ensayo. No estaba preparando nada: esto era lo que quería escribir. Así, lo que apuntaba a ser una historia social del rock argentino fue convirtiéndose poco a poco en unos apuntes que debían bastarse a sí mismos. Lo noto al repasar los textos para esta nueva publicación (gracias otra vez, Oscar Cuervo): al comienzo quería que hubiera coherencia, que todo cerrara, que cada nota fuera una pieza y todas armaran una figura. La época, digamos. Después me amigué con el fragmento y dejé de creer que fuera posible (o deseable) ir tras la totalidad. El punto de quiebre lo señala para mí la serie número seis. A partir de ahí los textos representan mejor al tipo que soy ahora. Pero bueno. Más allá de mis dudas respecto de las primeras entregas (no suscribo lo que escribí sobre Miguel Grinberg, por ejemplo, absolutamente exagerado) me gustan las notas porque hablan de Charly, del Flaco, de Virus, de Fito, de Sumo, de los Redondos, de Soda, de Fricción, de Los Encargados, de Don Cornelio. Es decir, de bandas y solistas que me acompañan desde que tengo quince años y cuyas canciones dicen de mí cosas más verdaderas que las que puedo decir yo mismo. Kamikaze y Piano Bar me conocen mejor que nadie. En fin. Son cincuenta y seis notas en nueve entregas. Corregiría varias, borraría algunas, la mayoría me parece legible, dos o tres me enorgullecen. No pude resistirme a modificar un poco la puntuación de las primeras. 


I

“Los setenta fueron años oscuros, para adentro, llenos de guerra y de dolor. Las formas artísticas de los setenta fueron elegidas para mostrar esa disconformidad interna. Los ochenta son totalmente opuestos, es dejar de estar atormentados por la muerte, es pensar en positivo”. Las palabras de Federico Moura compendian, en cierta medida, una nueva sensibilidad: la que impregnó las letras y las músicas de una gran cantidad de bandas y solistas de rock argentino durante los años inmediatamente posteriores al final de la guerra de Malvinas. No se trata exactamente de una ideología (no al menos si ella presupone una coherencia estricta) sino más bien de un hábito que por aquellos años insistía en aparecer en declaraciones y canciones con una frecuencia notable, y que excede largamente el núcleo duro de lo que se llamó rock divertido. Digamos: 1982-1987. Es un periodo de tiempo corto pero muy denso. Un umbral histórico, una divisoria de aguas. “Tristeza de la ciudad / por favor no vuelvas”. Así se vivieron desde el rock aquellos años de efervescencia cultural. Hay, por supuesto, miradas menos festivas y también antecedentes notables, sobre todo a partir de 1980. Pero es difícil negar que palabras como estas de Los Abuelos de la Nada se hacen más frecuentes después de la guerra. 

Como sea, hay un par de datos que permiten entender que la famosa primavera democrática empieza para el rock antes que se abran las urnas. O mejor dicho: que el mismo rock estaba preparado para aprovechar los nuevos aires. Poco tiempo atrás, la reunión de Almendra había sido interpretada por muchos como resumen y autoafirmación de lo que entonces se denominaba el movimiento. En 1982 el Festival de la Solidaridad Latinoamericana organizado por productores, músicos y militares y la cuarta edición de B.A. Rock habían terminado de unificar el pasado. De manera grosera pero altamente significativa lo muestra el comienzo de B.A. Rock, la rocksplotation de Héctor Olivera. Todo empieza con el plano de un asado y música de armónica y guitarra acústica. Enseguida, vino tinto sobre una de esas mesas de madera que abundan (o abundaban) en los patios y jardines de las familias de clase media, un parque con hamaca y pileta y un travelling que va en busca de la fuente sonora de la música, que está ahí no más, en el garage. León Gieco, Piero, Miguel Cantilo y Raúl Porchetto - esto es, buena parte de lo que entonces era la primera plana del rock argentino - cantan “El Rey lloró” de Los Gatos. Interrumpen la interpretación. Ríen. “¡Cuántas canciones caben en estos tonos!”, dice Gieco. Y entonces los cuatro cantan, y al hacerlo editan, sin fricciones de ningún tipo, como si todo fuera continuidad, fragmentos de algunos (a partir de entonces) clásicos del rock argentino: “Amor de primavera”, “Viento dile a la lluvia”, “Solo le pido a Dios”, “Mi viejo”, “200 años”, “La gente del futuro”, “Todos los caballos blancos”, “La chica del paraguas”. Después de este prólogo empieza el desfile de músicos, los planos del público copiados de Woodstock, algunas declaraciones y el cierre con nuestros Crosby, Stills, Nash & Young. Música progresiva y música popular argentina de raíz no tradicional se convertían en etiquetas del pasado. Ganaba la partida otro nombre, que hasta entonces aparecía en los textos de manera dispersa. Las canciones y el asado lo traducen. El rock nacional había nacido. 


II

El rock argentino sale de la dictadura ileso y legítimo, listo para su institucionalización y su exportación, los dos fenómenos más significativos de la década. Se empieza a hablar entonces de la resistencia del rock, un capital simbólico que todavía hoy acompaña a León Gieco y Charly García pero que nunca se adhirió con firmeza a Luis Alberto Spinetta. En Rockología, Eduardo Berti escribe: “En la Argentina, por supuesto, también llegó la larga noche del proceso, pero el rock ya estaba fortalecido y de modo sutil se había convertido en ámbito de resistencia”. Desde la revista Pelo, Juan Manual Cibeira recibía la democracia con estas palabras: “En esa trágica instancia (la dictadura) el rock fue uno de los pocos núcleos de movilización, de convocatoria, de oposición abierta al oscurantismo y la represión”. En el prólogo de El rock en la Argentina - un libro significativo, en tanto asume la forma del diccionario - Osvaldo Marzullo y Pancho Muñoz prefieren la enumeración y su ilusión de totalidad: los músicos fueron “perseguidos, censurados, reprimidos, golpeados y temidos por la dictadura militar”. Como se puede ver, todo gira alrededor de la misma idea. Para Berti la oposición fue sutil. Para Cibeira, abierta. Para Marzullo y Muñoz, heroica. Existen modificaciones de intensidad pero no de base. Es este, sin dudas, un discurso importante para la época. Sus soportes fueron muchos. Toco & Canto, Cantarock, Rock & Pop (radio y revista), Expreso Imaginario, 220, Humor, El porteño, el suplemento de Clarín. Sin embargo, los canales de circulación y legitimación no se circunscribieron a los viejos y nuevos medios de prensa y difusión directamente relacionados con el rock. Llegaron hasta la universidad y sus congresos y publicaciones, hasta las revistas de divulgación, la radio y la tele. Pablo Vila publica un texto en Punto de Vista. La prestigiosa crítica literaria Francine Masiello dedica al rock una parte importante de su trabajo sobre la novela argentina durante la dictadura. Muñoz y Marzullo escriben un extenso artículo para Todo es historia. Eran tiempos difíciles, es cierto, pero fueron también tiempos felices para el rock argentino. Popular, legítimo, muy pronto exportable. Un verdadero Boom. Un Zas, en realidad.                 


III

“El régimen se acabó”. Soda Stereo, que se asumía como conjunto dietético pero que rápidamente ganaría peso, graba con Federico Moura como productor su primer disco en 1984. Todavía seguía la fiesta. Y duraría un poco más. Eran tiempos de “Tira para arriba”. Del lado de las bandas que ponen en juego el término psicobolche para deshacerse de un pasado musical que consideran grave y espurio llega la celebración física. Electricidad y sencillez rítmica. Es decir, ni folk ni jazz-rock. Música pop, fundamentalmente. O pep, como la de Los Helicópteros. Además, y como suele suceder en estos casos, lo nuevo se saluda con lo arcaico, porque al fin y al cabo de anacronismos se trata. Se toca twist, se toca rockabilly, algunos dicen Sandro para no decir Nebbia. Se puede ser moderno o retromoderno. Lo importante es no ser viejo. Y enlazar el presente. Como sea. Desde el otro lado se piensa más en el futuro, tal vez porque la mayoría de los músicos que lo hace tiene un pasado largo. Títulos de discos: El mundo puede mejorar (Raúl Porchetto), Contracrisis (Pedro y Pablo), La nueva vanguardia (Cantilo), El futuro es nuestro (Dúo Fantasía), Mira hacia el futuro (José Luis Fernández). 

Pero el reacomodamiento de los años 80 no es solo una cuestión de edad. El joven Fito Páez parece su propio padre, el viejo Charly García parece su propio hijo. Hay algunas mutaciones interesantes. Gustavo Santaolalla, que fue hippie con Arco Iris, toma de Elvis Costello el look que este había tomado de Buddy Holly y edita su disco new wave. Carlos Cutaia, que fue sinfónico con La Máquina de Hacer Pájaros, graba, con la colaboración de Daniel Melero Orquesta, su disco tecno. Hay también continuidades entre recién llegados y ya admitidos: Celeste Carballo, antes de convertirse al punk y grabar uno de los discos malditos de la década, compone canciones rurales, no muy alejadas de las que León Gieco cantaba en los 70. Pedro Conde hace baladas folk y canciones de protesta no tan distintas de las que Miguel Cantilo hacía diez años atrás. Y hay una síntesis que daría que hablar: Miguel Mateos, con su mirada puesta en Bruce Springsteen antes que en Devo, hace en varias canciones una especie de pop comprometido, algo que ya había intentado Punch sin tanta suerte. 

Todo un barullo. Un conflicto de velocidades. Pero si bien abundan las diferencias también es cierto que algo une a la mayoría de los discos de aquellos años, sobre todo a sus letras. Se mira el presente, se dice el futuro: ¿qué ocurrió con el pasado? El rock no podía ser ajeno a Malvinas, no podía ser ajeno a la dictadura. Las canciones sobre estos temas no son pocas, al menos durante los primeros años, porque ya en 1985 Los Violadores cantaban (¿a quién?: ¿a la sociedad argentina o a los músicos de rock?): “En el 70 pedían por la paz / y en la oficina ahora están / En el 82 quisieron guerra / y hoy no quieren ni oír hablar de ella”. No se ha olvidado, no. Pero la historia que llevó a Malvinas está terminada, aún más desde que las elecciones ocupan la agenda política del país. Esa es la fiesta. Dentro de ella se pueden grabar canciones diversas, se puede discutir, se puede asumir el rol de pastor new age y cantar “Manso y tranquilo”, el de joven serio y cantar “Viejo mundo” o el de saltimbanqui y cantar “Dietético”. Pero todos se mueven en la misma estructura de sentimiento: el pasado reciente queda muy lejos. Parece indudable: la celebración democrática convierte la cercanía cronológica en distancia anímica. Para el rock argentino, la elaboración del duelo es automática, casi sin etapas, como si solo se experimentara su fase triunfante. Mientras se desarrollaba el juicio a los militares, Los Twist cantaban “Pensé que se trataba de cieguitos”. Justicia y diversión. Con la democracia se come, se educa, se cura y se baila. El tiempo – por lo visto - ya no estaba fuera de sus goznes.


IV

Los años 80 tienen una de sus zonas densas alrededor del verbo bailar. Hay que buscar en el archivo las apariciones de esta palabra, o de alguna de su familia, antes que Virus invitara a mover el esqueleto con su Wadu Wadu, pero es probable que sea inusual, especialmente durante los años en que la música disco fue identificada como el enemigo y Travolta recibía el célebre tomatazo de Expreso Imaginario. Los verbos del rock eran otros. A manera de hipótesis: para el espacio, caminar, correr, volar. Para el tiempo, crecer. Para la música, escuchar. Tal vez sirva como primera aproximación esta estadística un poco apresurada. De todas las canciones que García grabó antes de Yendo de la cama al living solo ocho registran el uso de la palabra en cuestión (“El show de los muertos”, “El tuerto y los ciegos”, “Por probar el vino y el agua salada”, “Llorando en el espejo”, “Rock and roll”, “No llores por mí, Argentina” y “Cómo mata el viento norte”). De todas las que grabó Spinetta antes de Bajo Belgrano, solamente cuatro (“Nena boba”, “Cristálida”, “Que ves el cielo” y “Mestizo”, cuya letra pertenece en realidad a Molinari). Ninguna de ellas, además, conjuga el verbo en primera persona, aunque una – “Cómo mata el viento norte” – remite la acción a quien la dice por medio de un posesivo: “Mi pequeña almita baila de alegría”. 

Muy distinto es el asunto en los años ochenta, década a la que García y Spinetta no ingresan de manera simultánea. Tomemos el año 1982 como referencia. El año de Yendo de la cama al living y Kamikaze. Hay varias señales de sintonía con los nuevos tiempos en el debut solista de García. Por ejemplo, el beat de la canción que le da nombre. O la mención a Sandinista!. Y hay también líneas evidentes de continuidad, algo muy común en sus discos de los 80, nunca completamente desligados de su pasado. Pero la representación del baile es nueva. 1982 es justo el momento del cambio. En “No llores por mí, Argentina”, editada como parte del disco en vivo de Serú Girán, García canta, como si todavía hablara en él la lengua de Grasa de las capitales: “Entre lujurias y represión / bailaste los discos de moda”. Asunto frívolo, impuesto por los medios de comunicación de masas, relacionado con Fiebre del sábado por la noche, ese baile es el pasado. 

En Yendo de la cama al living las cosas son distintas. “Yo no quiero volverme tan loco”, que García estrenó cuando Serú Girán no se había separado todavía, opone a la muerte y la abulia social la música, la fiesta y su síntesis: el baile. No es casual que sea el beat de un tambor el estímulo - público, en tanto viene de afuera, y vital, en tanto lleva a la pregunta por la muerte anímica– que el personaje recibe al principio, y no es casual, por supuesto, que la conclusión adquiera la forma del carpe diem: “En Buenos Aires se ve que ya no hay tiempo de más / la alegría no es solo brasilera”. Antes, un deseo: “Yo quiero ver muchos más / delirantes por ahí / bailando en una calle cualquiera”. Se trata de la representación de una libertad a la vista y no trascendente, opuesta al temor de la agresión inglesa de “No bombardeen Buenos Aires” y al autismo doméstico de “Yendo de la cama al living”. Este baile es el presente y un año después, con Clics modernos, García escribirá uno de sus manifiestos. También “Superhéroes” habla de esto. Como en “Yo no quiero volverme tan loco” el baile sucede fuera de casa. Pero no es en “cualquier calle” sino en un lugar específico (“aquí”) donde se puede mover un poco el cuerpo. Es sin dudas un recital: “Por eso estamos aquí / tratando que se muevan estos pies / bajo la luz / tocando hasta el amanecer”. Con esta perífrasis, García se incluye finalmente en la acción de bailar, y la dirige sobre su cuerpo, no sobre su alma. Dicen algunos que el año anterior, después de tocar “Mientras miro las nuevas olas”, había gritado: “¡Viva Virus!” 

Spinetta no hubiera gritado eso. Kamikaze parece haber sido hecho contra el presente. Es, en realidad, un disco contra el tiempo. Pese a que sus canciones pertenecen a distintas épocas posee una coherencia que, sin ir muy lejos, no tiene Bajo Belgrano, su disco inmediatamente posterior. Acompañado básicamente de guitarra acústica y piano, Spinetta reúne una colección de temas que no deberíamos dudar demasiado en llamar místicos. “La aventura de la abeja reina” – una canción narrativa de al menos cinco años de antigüedad – cuenta, a manera de épica espiritual, la experiencia de una abeja que, de acuerdo con los núcleos tradicionales de estos relatos, sale de su tierra, atraviesa una prueba y retorna a su lugar de origen con el mayor de los tesoros: el conocimiento de sí misma. “Águila de trueno” habla de Tupac Amaru de una manera que no gustaría a los revisionistas. El desmembramiento del Inca se describe dolorosamente, pero a Spinetta parece importarle otra cosa: su constitución en líder espiritual de su pueblo: “Este cuero ya se agota / pero no mi fe”. La canción no dirige su atención solo a lo que le hacen a Tupac Amaru sino también, y sobre todo, a lo que Tupac Amaru puede hacer ahora que la historia ha pasado sobre él: juntar su cuerpo y responder por los suyos. “Barro tal vez” – una canción anterior a la formación de Almendra – trata también de la pérdida de la unidad corporal y de la búsqueda de una unidad nueva. Pero esta vez el tema es el arte. “Ya lo estoy queriendo / ya me estoy volviendo canción”, dice la letra. Y también: “He de fusionar mi resto con el despertar”. Quien canta se disuelve en su obra o en el origen. Regresa, tal vez (Spinetta merece la gloria por este adverbio) al tiempo anterior a toda historia, a la materia anterior a toda forma. Del despojamiento del cuerpo, de la suspensión del pensamiento, de la ascesis artística, del abandono de lo inesencial. De esas cosas, y de la calma, trata este disco. Kamikaze no se puede bailar. 


V

“Personalmente, me siento muy bien, me estoy comenzando a sentir cada vez mejor con respecto a mi música. Me siento muy tranquilo porque, cada día que pasa, tengo la necesidad de refinar cada vez más mi música, mi lenguaje, para darle algo mejor a la gente. Aunque, finalmente, termine haciendo conciertos para veinte o treinta personas, sé que estaré tratando de aproximarme a lo que yo considero es una obra de arte, y no tratando de domesticar a la gente para la impotencia”. Así pensaba Spinetta en 1977, cuando el jazz se convirtió en su modelo musical. A 18’ del sol es su primera muestra, y los discos de Jade las siguientes. También decía cosas como esta: “Quiero conocer a Dios. Quiero hacer mi música para el espacio, para los planetas. Me resisto a pensar que tengo que cumplir una misión para los hombres y chau”. No es extraño que, midiendo todo con las reglas de este discurso, a comienzos de los 80 Spinetta mirara con desconfianza la llegada del pop bailable que Virus traía al país. “Tengo que aprender a volar entre tanta gente de pie”, cantaba en “Canción para los días de la vida”. Y de ese vuelo, justamente, hablará Spinetta unos años después, al comentar la edición de Bajo Belgrano, el tercer disco de Jade. “Hay un Spinetta medio raro que describe la realidad de una forma directa, bien contante y sonante; alejado de ese otro Spinetta que mucha gente critica como evasivo porque siempre está hablando del ‘espacio sideral’”. Separado de todo lo que oliera a sociedad, Spinetta, arrogante, declara primero su decisión de seguir el camino del arte y atender solo a sus reclamos, íntimos o interplanetarios. Tiempo después graba un disco que responde a cuestionamientos que vienen de fuera de su mundo privado.

Pero sus críticos no son solamente “mucha gente”. Tienen nombre propio, hacen música y escriben canciones en su contra. De acuerdo con el modelo de rechazo violento y triádico que The Clash utilizó en su canción “1977”, Los Violadores escriben “Viejos patéticos”. Los referentes impugnados no son Elvis, los Beatles y los Stones sino Porchetto, Pastoral y Spinetta: “Basta de hospicios, Betos y cósmicos / Es todo viejo viejo  / viejo viejo viejo”. Peor aún es la venenosa intervención de Virus. En Recrudece, uno de sus discos-manifiesto, un verdadero panfleto moderno, “Caricia azul o si no soledad carmesí” se burla de la lírica de Spinetta tomando como modelo “Muchacha ojos de papel”: “El alba es mermelada / ¡Dame pan! / Tus pies son de almohada, nena / ¡Qué calor! / Tus caricias son azules / ¡Me manchás!” La parodia literaliza las metáforas y pone en primer plano el mecanismo de una escritura que se considera atrofiada. Se trata de un momento de autoconciencia para el rock argentino y Virus es la banda más preocupada por retrazar el mapa heredado. Bajo Belgrano es, entonces, una respuesta y un disco que se dice diferente de los otros. Lo es, sin dudas, pese a que las cantidades lo niegan. En efecto, la mayor parte de las canciones continúa el estilo habitual de Spinetta: “Vida Siempre”, “Era de Uranio”, “Viaje y epílogo” manifiestan más puntos de continuidad que de ruptura. La delicada “Vida siempre”, por ejemplo, con sus escobillas y sus rodeos semánticos, dice lo que el álbum supuestamente niega: “Las noticias no penetran aquí”. Sin embargo, título, tapa y declaraciones ponen de relieve dos canciones, y la dedicatoria a las Madres de Plaza de Mayo, una tercera. Las primeras son “Canción de Bajo Belgrano” y “Resumen porteño”. La otra, “Maribel se durmió”. 

Elementos urbanos se suceden en “Canción de Bajo Belgrano”, una mirada fragmentaria (o de caleidoscopio, como dice la canción) que recupera el motivo del hombre solo en la multitud. “Maribel se durmió”, por su parte, es uno de esos desafíos vocales que cada tanto Spinetta se pone a sí mismo. No dice nada que pueda relacionarse con las Madres sin la ayuda de algún paratexto pero la dedicatoria es un indicador de su relativamente nuevo interés por el espacio público Pero el tema más importante del disco es “Resumen porteño”. Como en “Era de Uranio”, Spinetta trabaja acá con tres personajes. Pasa que mientras unos se mueven en territorios más bien oníricos, los otros lo hacen en contextos cotidianos. El mandarín, la vieja bailarina absurda y el cantautor se oponen de manera clara a Cacho, Águeda y Ricky, preocupados por asuntos como la colimba, la dieta y la pesca. El mismo título señala esta diferencia: se trata de un resumen y por lo tanto de una parte de la totalidad que se cree representativa. Por supuesto, el pacto realista que la canción solicita no carece de inconvenientes, pero es evidente que Spinetta sale de su acostumbrado espacio poético. La canción concluye con el afectado estiramiento de las últimas vocales de una frase muy afortunada: “Usualmente / solo flotan cuerpos a esta hora”. Ese “usualmente”, que vuelve rutinario lo que debería ser extraño, es otro adverbio exacto. 

“Camafeo” fue el corte de difusión de Madre en años luz, el último disco de Jade. Un beat insistente, una batería electrónica, una melodía adhesiva y una frase musical que puede ser tarareada. Casi un tema pop. Spinetta sigue con el oído abierto. No es el cuestionamiento de sus letras sino el sonido de sus contemporáneos lo que ahora  escucha. En diciembre de 1985 - después de su frustrada experiencia con García - graba Privé, una de las obras maestras más extrañas de la década. Enamorado de las nuevas tecnologías, Spinetta no se cansa de explicar en cada reportaje qué es un sampler, qué es un MIDI, cómo logró el sonido junto con Mariano López, cómo la gran mayoría de los temas están compuestos en un tempo altísimo, cómo sus letras se volvieron más directas. “La pelicana y el androide” es una historia de reconciliación entre naturaleza y técnica que Spinetta habría rechazado unos años antes. “Como un perro” incluye casi psicodélicos piropos de esquina de barrio. “No seas fanática”, con su estribillo memorable, pone en cuestión una vez más a sus oyentes. Pero la novedad del disco se concentra en “La mirada de Freud”, una canción que pone a Spinetta en el corazón de los años 80. Como si respondiera a su propia historia y a su imagen pública – si es que tales cosas son separables – el Flaco canta estas palabras: “La mirada de Freud / se inmiscuye en mis asuntos / Yo solo quiero bailar”. Ese verbo en primera persona, cuatro años después de Yendo de la cama al living, es también un aterrizaje, tanto como la letra de “Resumen porteño” lo fue un poco antes. Por aquellos días Spinetta le decía a Clarín: “A mí un grupo como Virus me ha dado una lección de música: lo negué tanto intelectualmente que cuando me abrí en serio a escucharlo me voló la cabeza. Me hizo entender toda su belleza. Esa es la única vía de crecimiento que es perenne. Abrirse como una flor y dejarse regar por lo nuevo”. Tal vez los hermanos Moura fueran entonces a su discoteca, tomaran el segundo álbum de Jade, buscaran su última canción y escucharan, seguramente felices, aquello de “Nunca me oíste en tiempo”. Por supuesto, Privé se puede bailar.

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